Tiene muchos nombres. La gente suele llamarlo karma, casualidad, destino, o simplemente mala suerte. Suele culpar a Dios o a Murphy, que tiene la espalda anchísima de soportar siempre la carga de lo que no comprendemos. La gente suele pensar que todo pasa por algo, y nunca sabes si están viendo el vaso medio vacío o medio lleno.

Lo cierto es que aún no hemos dado con una palabra que ilustre exactamente ese concepto: esa sensación que comienza con el primer contratiempo, y que va desembocando indefectiblemente en una espiral imparable hacia el infortunio. Siendo quien la vive, por supuesto, perfectamente consciente de que el próximo paso será una caída más hacia el abismo, y que no variará el rumbo. Otra cosa más: suele ocurrir inesperadamente. En cualquier tarde de esas que se nos antojan normales, donde nada se sale de la rutina habitual.

Al menos, aquel fue el caso de Matías. Eran ya casi dos o tres años haciendo el mismo trayecto prácticamente cada día, desde su mudanza a Arsonville. Unos 40 minutos que tenía la impresión de que podría recorrer casi a ciegas, y que separaban el adosado en el que vivía con su mujer y su hija de la Escuela Secundaria de Arsonville a la que ella asistía. Su madre era la encargada de llevarla por las mañanas, y él siempre la recogía a la salida durante las tardes. Siempre prescindía del coche oficial para ello, como para convencerse de que aquel momento ya no formaba parte de esa esfera profesional de su vida. Era su vida personal, en la que nadie tenía porqué conocerle, en la que no necesitaba esbozar ninguna apariencia ni hacer cosas que realmente no quería hacer. Nunca tenía tiempo para apear el traje y cambiarse de ropa pero, a su modo, aquella era su manera de reciclarse.

lighted car in winding road
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De aquella tarde, echando la vista atrás, Matías recordaba sobre todo la tormenta. Ya sobre la ciudad caía una lluvia fiera y constante, y se respiraba una atmósfera calurosa y plomiza que auguraba lo que se venía encima. Al enfilar la autopista, los relámpagos comenzaron a deslumbrarle a su izquierda. Aún a intervalos de más de medio minuto, con lo que dedujo que la tormenta aún estaba lejos. Pese a ello, inconscientemente, levantó el pie del acelerador y redujo un punto la velocidad.

Activó su playlist favorita y Caleb Followill comenzó a entonar «Wait for me». Conducir era otro de esos placeres que le acercaban a la realidad, le asimilaban a una persona corriente. Y cuando era en soledad, conducir le brindaba en muchas ocasiones el único momento de reflexión y calma de su día a día. Casi inconscientemente, desvió un instante la mirada de la carretera y consultó en un vistazo su móvil. Seis llamadas perdidas, cuarenta y tantos mensajes. Se negó a acercar su dedo al icono del correo electrónico.

La única llamada que le intrigaba lo suficiente era la de Fred Olssen, el imbécil de la oposición. Poco más que un niñato venido a más que había escalado lo suficiente en las últimas elecciones como para convertirse en su rival directo. Era idealista, había que concedérselo, tenía carisma y el entusiasmo aparejado a la juventud, pero también mucho que aprender a la hora de moverse en la jungla política. Matías reflexionó un momento y pensó si en alguna ocasión, en su pasado, él podía haber llegado a ser tan iluso como Olssen. Supuso que sí, hasta que la jungla le absorbió. El poder era algo simplemente bien pagado, si alguien sabía adoptar bien el papel de marioneta y dar la cara cuando tocaba hacerlo. Supuso que en algún momento había tenido ideales, incluso una vocación de ayudar a aquellos que le habían votado, pero apenas lo recordaba. Siempre había algo que frenaba cualquier aspiración. Alguna gran corporación, una orden de más arriba, presiones de lo más insospechadas. En resumen, y esencialmente, dinero.

Estela alzó la mano a modo de saludo, como siempre solía hacer. Aquella tarde se había refugiado bajo la marquesina del bus frente a la Escuela. Solo entonces, Matías reparó en cómo se había recrudecido la tormenta en aquel rato de reflexión. Su hija se acercó corriendo y se instaló directamente en los asientos traseros, lanzando su mochila y comenzando a quitarse la chaqueta.

– Recuerda el cinturón. – Saludó de modo casi automático, esbozando una media sonrisa.
– ¿Cómo has tardado tanto? ¡Menudo tormentón!
– La carretera estaba complicada con tanta lluvia. ¿Me das un beso? – Matías oteó a través del retrovisor para distinguir la silueta de la joven, pese a la oscuridad que empezaba a formarse. Estela tenía los cabellos rizados empapados, y palpaba sus tejanos buscando quizás también algún punto seco. Vestía un llamativo jersey naranja que sin embargo le servía para integrar perfectamente una diadema del mismo color, que siempre llevaba a todas partes. Había sido un regalo de su abuela, y a Matías no dejaba de parecerle sorprendente que, con lo rápido que crecía Estela, aún no se hubiese cansado de ella.
– Ya me he puesto el cinturón. -Objetó ella, sin mucho convencimiento. Siguieron un par de segundos de silencio forzado, un suspiro, y Estela se inclinó hacia delante y besó a su padre en la mejilla. Olía al perfume de siempre, demasiado fuerte y pasado de moda para su gusto.
– Gracias, bichito. – Sonrió Matías, que escuchó el suspiro de fastidio y reanudó el rumbo a casa.

La carretera, en el auge de la tormenta y en hora punta, estaba plagada de vehículos así que Matías se decidió de nuevo por reducir un punto más la velocidad. Estela estaba un tanto más silenciosa de lo habitual, desde que se había acomodado en el asiento prácticamente sólo había hecho que toquetear su teléfono móvil. Matías echaba rápidos vistazos a través del retrovisor y podía percibir el resplandor blanco de la pantalla en contraste con la oscuridad que cada vez se hacía más densa. Aún faltaban algunas horas para que la noche cayese, pero la tormenta había traído un cielo gris y denso, que velaba cualquier resquicio de luz solar. Durante el trayecto, la escasa conversación giró en torno a un par de exámenes que Estela tenía al día siguiente, ya viernes, y que aseguraba tener totalmente controlados. Matías se interesó por sus planes para el fín de semana, aunque con su hija los planes podían cambiar unas tres o cuatro veces en cuestión de solo unas horas. Aquel fín de semana era el cumpleaños de su mejor amiga y parecía que se avecinaba un viernes de sesión de cine. Matías solo dio un par de detalles de su día, ajetreado como siempre, y mencionó la llamada de Fred Olssen que aún no había llegado a contestar. Tenía que reconocer que su hija era una de sus mejores aliadas a la hora de bromear o de poner verde a cualquiera de sus rivales. Al contrario que Teresa, siempre mucho más formal, y que siempre es esforzaba por mantener alejada la alcaldía y la política de cualquier conversación en el hogar. Era una especie de acuerdo tácito entre los dos, pero Matías reconocía que aquellos momentos secretos de transgresión con su hija endulzaban sus tardes.

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El primer momento en el que Matías pensó que algo extraño podía estar ocurriendo lo trajo aquel olor. Algo difícil de definir, pero claramente era algo anormal. Un aroma penetrante, aunque familiar, que era incapaz de asociar con algo en concreto. Tenía, sin embargo, el extraño convencimiento de que era algo fuera de lugar, atemporal, que no tenía nada que ver con aquel momento. Por alguna extraña razón, aquello le incomodaba sobremanera.

Había tenido que reducir de nuevo la velocidad. Ahora el viento se había aliado definitivamente con la tormenta y, a rachas cada vez más violentas, golpeaba el vehículo. Matías sostenía con firmeza el volante, corrigiendo cualquier cambio de rumbo y evitando cualquier bandazo. Sus hombros, en esa posición en tensión, habían comenzado a cargarse. La oscuridad también se había instalado definitivamente, e incluso parecía que en algunos tramos comenzaba a levantarse algún aislado banco de niebla.

Pese a todo ello, lo más molesto para Matías era la cortina de agua, furiosa e incesante, que tras un cuarto de hora continuaba azotando los cristales. Parecía que incluso en alguno de los tramos mutaba en granizo, aunque la temperatura no bajaba de los diez grados. Acentuaba esa impresión de estar metido en una nube, incapaz de ver prácticamente nada más allá de dos metros de distancia. Matías levantó de nuevo el pie del acelerador. Aquel temporal estaba ralentizando más de la cuenta su vuelta a casa.

Se sucedieron varios relámpagos, prácticamente a la vez y a su izquierda, que momentáneamente consiguieron deslumbrarle. Se encontraba justo bajo la tormenta. Matías se forzó a parpadear varias veces para mantener su atención y su vista en la carretera, aunque el tráfico parecía haberse liberado bastante en el último tramo. Apenas se veía adelantado por otros vehículos, y a su vez no encontraba turismos delante de su camino. Pensó que era algo extraño teniendo en cuenta que se encontraban en hora punta y, casi inconscientemente, desvió su mirada hacia el reloj de la centralita del vehículo.

Marcaba las diez de la noche. Él recordaba haber salido de la oficina a las seis de la tarde.

No era posible.

Lo siguiente que notó fue cómo su cuerpo se ponía rígido, prácticamente en un instante, como si hubiese recibido un latigazo. Desvió un instante la mirada hacia su teléfono y alargó su brazo derecho para desbloquear la pantalla y comprobar la hora. Su vello estaba enhiesto y alborotado, como si estuviese cargado de electricidad estática. Alternando prudentes vistazos a la carretera, mantuvo pulsado el botón de encendido. Lo intentó en varias ocasiones, sin éxito. El cacharro no respondía, y la inquietud de Matías iba en aumento, a medida que la tormenta se recrudecía.

Justo entonces, vio señalizada el área de servicio en la siguiente salida, solo a un kilómetro del punto en el que se encontraba. La lluvia arreciaba, la niebla definitivamente se asentaba y creyó conveniente detenerse hasta que lo peor de la tormenta hubiese pasado. De nuevo, percibió aquel olor distintivo que le había asaltado al principio. Solo que, en esta ocasión, supo perfectamente identificarlo.

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Palomitas de maíz. Olor a palomitas, recién hechas, como las de aquel quiosco que frecuentaba de niño. Recordaba aquella máquina automática que las dispensaba, a la entrada. El olor inconfundible que flotaba en el aire, la musiquilla tan absurda como pegadiza. Nunca las había comprado, pero por algún motivo extraño aquella era la primera imagen que asociaba con aquel lugar. Casi cada día fundía allí su paga en golosinas, en aquellos tiempos en que vivía al día y el mañana era algo que no le preocupaba, que parecía que nunca iba a llegar. Del interior, recordaba lo colorido de la decoración, y la situación de los cubiletes de plástico repletos de gominolas, al fondo a la izquierda. O las bolsas de plástico, nada más entrar, a mano derecha. Matías estaba con su hermana pequeña aquella tarde, y quiso pasarse de listo. Apartó cinco fresas de gominola a su bolsillo izquierdo, además del resto de cosas que había metido en su bolsa de plástico. Nunca supo por qué lo había hecho justo aquella tarde. Nunca lo había hecho antes, y quizá por eso falló. Lo que había ocurrido a continuación se había quedado bien presente en su recuerdo: el dependiente pesando su bolsa, con una media sonrisa, aceptando su dinero, y de pronto pidiéndole que vaciase su bolsillo izquierdo. Él, balbuceando alguna excusa que no recordaba, con las mejillas ardientes como nunca. Y después, la conversación con su hermana. Solo tenía ocho años, pero había comprendido perfectamente que aquello era un robo. En toda regla. Hasta ella sabía que eso no estaba bien.

Más que un relámpago, fue un extraño resplandor rojizo, casi un fogonazo en el cielo, lo que hizo a Matías regresar al presente. Ya se había adentrado en el área de servicio y atisbaba entre la manta de lluvia buscando algún lugar seguro para estacionar. Matías volvió a mirar al cielo intrigado, incapaz de explicarse qué había sido aquel gran destello. Incapaz de explicarse también a qué había venido aquel recuerdo infantil en una situación como aquella. Tan extraño, tan inapropiado, tan atemporal. Detuvo el vehículo, sintiendo que lo necesitaba de veras. Pudo relajar al fin sus hombros, y enterró su rostro en el volante, masajeándose las sienes. La estación estaba vacía, pero había visto luz en la cafetería. Cerró los ojos, inspiró y expiró controladamente unos segundos, e intentó relajarse.

Estela, ¿Cómo podía no haberlo pensado antes? Estela también tenía un teléfono móvil.

– ¡Estela! – Matías la buscó en el retrovisor en los asientos traseros, sin éxito. Se habría dormido con el cansancio del día, como casi siempre. Pero la necesitaba. El reloj, con sus dígitos verdes, volvió a resaltar en la oscuridad. Las diez y seis minutos. Estela tenía un móvil. Y Matías reparó en que necesitaba, de una forma casi imperiosa, comprobar qué hora era. Demostrar que todo era un error.

– ¡Ey, bichito! ¡Despierta! – Matías se desabrochó el cinturón, y se giró en el asiento para asomarse a la parte trasera. Una corriente gélida le atravesó y le paralizó.

Estela no estaba allí. Ni rastro de su presencia. Rebuscó en todos los asientos, palpó en el suelo en todos los rincones. Gritó su nombre.

Y aquel grito fue el resorte. Esa válvula que salta para liberar, de golpe, toda la presión acumulada.

Matías recordaba los minutos siguientes vagamente, como si hubiese una nube recubriendo ese recuerdo. Se veía a sí mismo saliendo del vehículo, empapándose en la lluvia torrencial, abriendo las propias puertas traseras del vehículo. Revisando de nuevo los dos asientos, arrojándose sobre ellos, incapaz de creer e incapaz de asimiliar. Golpeando el cabecero de su propio asiento. Pateando el del copiloto, gritando de nuevo y atisbando su mano. Recordaba sobre todo su mano, que comenzaba a temblar de manera incontrolable. Necesitaba pensar y tratar de calmarse.

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Al final salió de nuevo al exterior, palpando en su bolsillo derecho el teléfono móvil. Lo extrajo bajo la lluvia, furioso, y se dispuso a lanzarlo cuanto más lejos mejor. Pero antes, desafiando cualquier tipo de lógica, hizo un último intento. Acercó la huella dactilar a la pantalla, que se iluminó al instante.

Eran las diez y ocho minutos de la noche.

Tenía siete llamadas perdidas. Pese a que la pantalla comenzaba a empaparse con la lluvia, Matías pudo comprobar que las siete eran de su esposa. Se disponía a devolver la llamada cuando percibió el olor. De nuevo aquel inconfundible olor a palomitas de maíz, desafiando la situación, totalmente incoherente. Matías tuvo que hacer un serio esfuerzo por pensar con frialdad. ¿Quién diablos se ponía a hacer palomitas en aquel lugar, en el medio de ninguna parte, y en plena tormenta del siglo? Su mirada terminó de nuevo en las atrayentes luces de la cafetería, la única explicación que se le ocurría. Pero tras avanzar unos pasos hacia el lugar, el olor ya se había disipado. Desandando sus pasos, Matías salió de dudas. El olor se hacía más intenso a medida que se acercaba al coche. Concretamente, al maletero de su Mercedes. A medida que se aproximaba, su temblor también se acrecentaba, su pulso se disparaba, le costaba respirar y aquel olor se adhería a todos sus poros, pero, aún así, abrió el maletero del vehículo.

Su móvil se estrelló contra el suelo, su estómago se contrajo en tiempo record y se vació al instante, sin tiempo a alejarse. El olor se había tornado de golpe en podredumbre, en algo nauseabundo e insoportable. Las lágrimas comenzaron a recorrer sus mejillas y a diluirse entre la lluvia, y el silencio de la noche fagocitó su nuevo grito. Su mente se esforzaba por borrar una imagen que ya se había quedado grabada, y que se proyectaría cientos de veces en sus recuerdos, y en decenas de noches en vela.

Aquella mujer estaba muerta, sin ninguna duda. Aquel rostro deformado, aquella sonrisa desfigurada no podía contener ya el más mínimo resquicio de vida.

Con la propia camisa, eliminó una película de su propio vómito sobre la pantalla del teléfono. Preso de un temblor endiablado, accedió cómo pudo a su lista telefónica.

Casi quinientos contactos: compañeros, conocidos, amigos, familiares, asesores… Un alcalde era un hombre influyente, con decenas de favores que podía cobrarse. Pero en aquel momento crítico, comprendió que estaba solo. Que nadie podría ayudarle.

No podía devolver la llamada a Teresa y contarle que Estela había desaparecido de pronto, dentro de su propio coche.

Tampoco podía contarle que había encontrado el cadáver de una desconocida en el maletero.

¿Quién coño podía ayudarte cuando ni siquiera tú sabías qué había pasado?

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